Acabo de ver a Miguel Hernández comiendo caracolillos.
Demasiado lo mimaban en la cárcel estos reputos falangistas.
Él conocía la estrategia militar del soneto, él sabía cómo atravesar las trincheras,
cómo burlar a los guardias civiles de la antipoesía de aquellos años de desgracia.
Acabo de verlo nuevamente; me tiende la mano pero ya no sonríe.
Ver dos veces a Miguel es demasiado premio para mi jeta.
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